domingo, 28 de julio de 2013

Nepal III, Entre gigantes. 16-18 de Abril


Eran las 4:30 de la mañana y una gruesa capa de escarcha lo cubría todo. Hacía frío, varios grados bajo cero. El nimio desayuno, consistente en una tostada y un té, no se me había asentado bien y las náuseas crecían en intensidad y frecuencia. Joâo, que se percató de mi estado, me ofreció una aspirina sin decir nada verbalmente, pero viendo claramente en mi rostro lo que me pasaba. Tenía principios de MAM (mal agudo de montaña) y me sentía peor que nunca. Me dolía la cabeza como nunca antes; no más, sino de una forma diferente. Sentía una opresión en el cráneo entero, como si mi cerebro necesitara escapar de esa cárcel de hueso. Tenía unas fuertes náuseas e inapetencia y mis músculos estaban flojos, como sin energía. Mi decisión fue la de salir y ver hasta donde podía llegar, porque hoy no era una simple etapa de aproximación, hoy subíamos hasta Kala Patthar, a más de 5550 metros. Y mi estado no era el mejor.

Me abrigué hasta las cejas ya que por lo visto, en mí, otro de los efectos del MAM era la incapacidad para calentarme. Empecé a ascender siguiendo a mis compañeros con un paso cansino, que me hacia perderles cada poco tiempo de vista. Así, caminando a duras penas y con los ojos clavados en el suelo, con el frontal como única luz, fui avanzando abstraído de la realidad, casi como en un estado alterado, donde lo único que pretendes es poner el pie al final del siguiente paso. En una parada técnica me dí cuenta que el frontal ya no era necesario y, para mi sorpresa, ya estábamos andando por encima del glaciar, pese a que el suelo estaba cubierto de piedras. Pero la verdadera sorpresa se produjo cuando alcé la mirada hacia las montañas. No podía creer lo que veía. A mi alrededor gigantescas cimas de más de 7000, e incluso 8000 metros, se disponían en semicírculo cerrando el valle. Joâo señaló una en concreto, una pirámide perfecta de hielo y roca que se alzaba preciosa en el fondo del glaciar. Era el Pumori, de 7161 metros, sin duda la montaña más bonita que había visto nunca. El Everest, el Nuptse, el Lhopse y otros picos desconocidos para mí completaban la vista. En ese instante entendí porque los sherpas ven a estos montes como sus dioses.

Estábamos ya en Gorak Shep, considerada la última construcción humana del valle, si obviamos el cercano campo base del Everest. Llevaba unas horas sintiéndome mejor y el té con galletas acabó por revitalizarme. Estaba decidido, quería subir a Kala Patthar, ver al Everest cara a cara. Contemplarlo desde su mejor mirador.

Kala Patthar es una loma árida y pelada en la arista sur del Pumori que da respeto, no por su inocente aspecto, sino por su altitud. La subida era obvia, a media ladera; pero cuando la acometes te das cuenta de que a más de 5000 metros nada funciona como has aprendido. El ritmo se vuelve machacón y la respiración se acelera. De repente me di cuenta, Pablo y Rubén no nos seguían. Después supe que era demasiado para ellos en esta ocasión, que no podían. Por el contrario, Joâo, Alex y yo alcanzamos la cumbre, donde miles de banderines de oración inundan las pocas piedras de la pequeña cima. Y ahí estaba, enorme, con su cabeza humeante, tenia el Everest tan cerca que casi lo podía tocar. Pero una fuerte ráfaga de viento, fría como pocas que hubiera sentido antes, me devolvió a la realidad. Había que bajar, y había que hacerlo rápido porque hacia frío de verdad.

El resto del día, todos reunidos de nuevo, trascurrió entre niebla y un fortísimo viento, que nos acompañó hasta el final de la etapa. Mientras tanto, tuvimos tiempo de comernos una ración de jamón y queso, gentileza de nuestro buen amigo Álex. Ésto nos dio mas nostalgia que energías. El camino de vuelta se hizo interminable, atravesando una meseta pelada que surca uno de los laterales de la artesa glaciar del valle del Khumbu y que pasa por la parte superior de Periche. El camino nos dirigió hacia Dingboche, donde pasaríamos la noche a 4400 metros y que, sin duda, sería mas fácil que la anterior, debido a su altitud. Finalmente, hicimos 12 horas de caminata, que fueron recompensadas con una fantástica cena y buena compañía de unos amigos polacos en el lodge Monligh.

El día siguiente fue el mas fácil de todos los que pase en el Himalaya. No madrugamos, al contrario que durante las últimas semanas, y se agradeció. Nos despedimos de nuestras amigas polacas, dado que una no se sentía bien, y habían pensado en descender. Mandamos un e-mail a las familias y decidimos desayunar como reyes. Después, tras un cómodo paseo sin apenas desnivel, llegamos hasta Chukung a 4800 metros, donde descansamos antes de subir al campo base de nuestro primer objetivo:el Island Peak. El resto de la tarde la pasamos descansando e hidratándonos hasta que, prácticamente por noche, llegó nuestro porter. Nos enfadamos al descubrir que por ganar mas dinero decidió subir el todo el material, casi 90 kg, en lugar de hacerlo ayudado por un jak como teníamos hablado. Esto propicia que al día siguiente nos repartamos uno de los petates y vayamos bastante mas cargados hacia el campo base.

El día de aproximación al campo base es también tranquilo, pero no debemos olvidar que subiremos hasta los 5150 metros y dormiremos a esa altitud, lo cual supondrá un auténtico reto para nuestra aclimatación. La aproximación discurre por un glaciar increíble. No puedes evitar soñar con escalar las montañas circundantes, que no tienen nombre y que superan fácilmente los 6000 metros. Cuando alcanzamos el campo base todo es aún mejor de lo que se podría esperar. Delante tenemos la pared sur del Lhopse. Un monstruo de casi 4000 metros de vertical, un auténtico caos de hielo y roca que te pone los pelos de punta. En ese momento entiendes porqué es uno de los pocos retos que quedan en el himalayismo de gran dificultad.

La tarde fue algo nuevo para mí. Montamos las tiendas, nos distribuimos y preparamos el material para lo que nos esperaba al día siguiente. Mi primer seismil. Era curioso pero me encontraba bastante bien y fui el único que pudo comer todo el sobre de comida deshidratada. Los demás renqueaban bajo el yugo de la altitud, incluso Joâo, que tenía problemas intestinales. Eso me hizo recordar como me sentía el día anterior a Kala Patthar y como me sentí al día siguiente: las náuseas, la flojera y el dolor de cabeza. Un escalofrió me recorrió al pensar que al día siguiente podría sentirme así. Decidí dejar de pensar y centrarme en la poca vida que se puede hacer en un campo base, en ver como se pasaba el tiempo en un lugar así. Después de recorrer los alrededores del capo base lo vi todo de forma diferente.

Por primera vez desde que estaba en el Himalaya me sentí pequeño, superado, como un insignificante insecto en un mundo hecho para elefantes. Descubrí que el campo base se asentaba en la morrena lateral de un glaciar de unas dimensiones colosales. El mismo que tendríamos que rodear para dirigirnos en un par de días hasta nuestro siguiente reto: el collado de Mingbo. La caída desde el borde del precipicio era de cientos de metros y lo que se extendía abajo era dantesco. Cientos, si no miles, de bloques gigantescos de hielo se retorcían y rugían bajo mis pies; unos negros, otros marrones, por la tierra acumulada durante cientos de años, y otros azules, incluso celestes, que los hacían tremendamente bellos. Una gran bóveda atrajo mi atención, parecía enorme, y eso que se encontraba fácilmente a más de un kilómetro de distancia. En ese momento entendí que ese lugar no está hecho para los hombres y que si nos aventuramos en él estamos totalmente supeditados a sus deseos. Eso lo comprobaría unos días después. Y allí me quedé, ensimismado durante un rato, no sabría decir cuanto fue, hasta que empece a sentir frío, mucho frío.


La última bocanada de vaho se reflejó en el frontal y me despedí con un “hasta mañana” de Joâo. Me encontraba en una minúscula tienda para una persona, pero donde dormíamos dos con el equipo. Me sentí un poco intimidado por lo que íbamos afrontar en las próximas jornadas y me vino un pensamiento a la cabeza: “Cómo demonios vamos a dormir así tres días, si apenas tengo espacio para girarme sobre mí mismo”. La noche se presentaba tan dura o más que el día siguiente. Tendría que hacer un esfuerzo por intentar dormir en ese escorzo postural en el que me encontraba. Dentro de unas horas intentaría subir mi primera montaña importante en el Himalaya.


Lorenzo J. Martínez descansando camino del C.B. del Everest.

martes, 16 de julio de 2013

Nepal II, ¡Estamos en el Khumbu!, ¡Estamos en el Himalaya! 10-15 de Abril

            Todo era diferente al Katmandú que habíamos conocido los días anteriores. Apenas había coches por las arenosas calles, no había remolinos de gente en las aceras e incluso algún lugareño corría por los arcenes aprovechando que aun no había flotando en el aire esa nube de polvo y CO2 de las horas diurnas. Pese a que no había amanecido, los porteadores ya esperaban nuestra llegada en el aeropuerto para ganarse una pocas rupias, llegando a pelearse delante de nosotros por conseguir llevar uno de nuestros petates. Dentro de unas horas nos esperaba lo que más respeto me daba del viaje, el vuelo a Lukla, uno de los aeropuertos más peligrosos del mundo.

            Todo parecía ir rodado hasta que la cara de Joâo se torno sombría mientras escuchaba al responsable de la compañía, Sita Air, la misma en la que un año antes un avión se había estrellado al despegar de Lukla, muriendo todos sus ocupantes. Éramos de los pocos que volábamos con ellos y encima ésto. Después de varios gritos, Joâo se volvió hacia nosotros para traducirnos lo que le habían dicho en una mezcla de nepalí e inglés:

            -Dice que tenemos exceso de peso, que solo 15 kg por persona y llevamos casi el doble. Si queremos que nuestros petates vuelen hay que pagarle.

            Parece ser que para lavar su imagen Sita Air había decidido hacer controles más exhaustivos y hemos pagado la novatada, ya que vamos cargados con cosas innecesarias, como el agua, por la simple razón de que es unas rupias más barata en Katmandú que en Lukla. Pero bueno, sabemos que el soborno es casi legal en estos países. Así que pasamos por el aro y por 5000 rupias (unos 50€, una auténtica fortuna en este país), nuestros petates vuelan.

            Estamos tumbados en el césped. Impasibles, casi abrumados por lo que nos rodea. Estamos en Lukla esperando a que Joâo negocie con los porters locales sus sueldos por llevar parte de nuestro equipo a Pangboche. A nuestro alrededor picos que rondan los 5000 metros hacen las delicias de nuestros ojos. El vuelo ha ido perfecto, salvo por unas cuantas sacudidas en plan batidora y un aterrizaje digamos poco suave. Cuando aterrizamos una legión de sherpas nos asaltan, pero Joâo sabe donde ir así que pronto nos dejan en paz. "More tea?", me pregunta una joven sherpa; asiento, alzando mi taza, me siento absorto ante estas montañas. Solo en los alrededores de este pueblo hay montes suficientes para no repetir una ascensión a lo largo de una vida. Pablo me grita, sacándome de mis sueños alpinísticos, diciéndome que tenemos que organizar un petate a medias, es como la quinta vez que hago mi petate en 3 días, qué pesadez.

            "¿Dónde está Alex? Necesito cosas de su petate" pregunta Rubén a todos los presentes. Tras buscarlo por el lodge, viene corriendo, diciéndonos que ha encontrado unos niños sherpas muy majos, que si queremos ir. Son tres niños de una casa cercana que juegan en las inmediaciones del aeropuerto, ajenos al ir y venir de aviones y helicópteros. Jugamos y nos sacamos fotos con ellos durante un rato, antes de que Joâo nos llame para ponernos en marcha. Tenemos 3 horas hasta Phakding y vamos con retraso.

            Empezamos a andar tranquilos, pero todo nos sorprende a cada paso: casas, cultivos, primer puente tibetano, porteadores, caravanas de animales y un largo etc. La primera caminata no se hace larga, más bien se pasa volada; nos deja a todos un sabor de boca de querer más, de seguir andando hasta alguna de esas aparentes cercanas montañas. Han sido 3 horas de cómodo descenso desde Lukla y nuestra primera noche la pasaremos en un gran lodge. El resto la tarde la pasamos descansando y acostumbrándonos a este valle tan increíble. ¡Estamos en el Khumbu!, ¡Estamos en el Himalaya!, aun no me lo creo.

            El calor ya aprieta y la fuerte subida a través de un pinar lo hace más agudo todavía. Nos acercamos a Nanche Bazar, la capital del país sherpa. Llevamos ya 3 horas andando y la sucesión de puentes tibetanos y controles militares nos ha llevado hasta este pequeño saliente de la ladera. "¡Eso parece el macizo del Everest!", grita Pablo. Tenemos tantas ganas de verlo, aunque sea en la lejanía, que vemos su sombra en cualquier montaña. Joâo nos saca de nuestro error y proseguimos hasta Nanche. Nanche Bazar es un lugar increíble en un sitio mas increíble todavía. Mezcla las tradiciones sherpas más antiguas con cibercafés, tiendas de productos de montaña, bancos y hasta una Irish Tabern. Sin duda en un lugar curioso. Pero lo que más fascina al caminante es su emplazamiento: un imponente anfiteatro colgado cientos de metros sobre el barranco. Ésto lo podemos ver en su esplendor cuando descubrimos que el lodge Khumbu Resort, al que nos dirigimos, es el más alto del pueblo; tónica que seguiremos todo el viaje, haciendo temblar a nuestras piernas cada vez que queremos bajar a tomar un café al centro del pueblo de turno.

            Ha sido un día duro, de 5 horas de caminata y nos encontramos ya a 2595 metros de altitud, y eso que solo hemos empezado a andar. Mañana tenemos un día de aclimatación por los alrededores de Nanche; así que dedicamos el resto del tiempo a recorrer el pueblo, jugar al ajedrez y ver nuestra saturación en sangre. Ésto es una rutina que nos acompañará todo el viaje y que nos ayudará a ver cómo nos vamos adaptando cada uno de nosotros a la altitud. Como dato, decir que Nanche es el último sitio con una conexión a internet decente, así que aprovechamos para chatear con nuestras familias.

            Al día siguiente madrugamos (cosa muy recomendable en el Himalaya) y visitamos los pueblos cercanos de Khumjung y Khumde. En este día hay dos cosas que sobresalen sobre el resto. Visitamos una verdadera casa sherpa, donde comemos y bebemos un té y, por primera vez en nuestras vidas, vemos el Everest. Además visitamos la escuela de Hillary en Khumjung y su hospital en Khumde. Es increíble el cariño y respeto que se tiene por este mito del alpinismo en el valle. Por la noche la misma rutina de todos los días. Mencionaré de forma especial el Dal Bhat, plato típico de Nepal, compuesto de arroz, lentejas y carne o verduras, que será nuestra fuente de energía día tras día.

            Parece que llevamos una eternidad andando, y solo llevamos cuatro días aquí, pero pasan muchas cosas en cada etapa. Hoy vamos desde Nanche Bazar hasta Pangboche y el camino no ha tenido desperdicio, de echo, parece difícil que en 7 horas puedan pasar tantas cosas. Salimos todavía con la oscuridad como acompañante y vemos amanecer sentados en una estupa con el Ama Dablan, de 6.812 metros, de fondo (algo inolvidable). Afrontamos la subida más dura del Treking, tras una Rara Noodle Soup en Punki Tenga. Pero sin duda la fuerte subida merece la pena, ya que arriba está el monasterio budista de Tengboche, uno de los más importantes de todo el valle. Ir con una celebridad como Joâo tiene ventajas y nos dejan entrar en la zona de oración, restringida a los turistas; que es un sitio totalmente mágico, con una imponente estatua de Buda de más cinco metros de alto. Además, aquí nos bendijeron en nuestro objetivo y nos pusieron una Kata. Una Kata es un pañuelo sagrado budista que te imponen a modo bendición para que tengas suerte en tu vida. Para mí supuso algo distinto porque, pese a no ser creyente, en ese sitio se respiraba una atmosfera diferente, de una enorme paz.

            Por último, y para rematar el día, al bajar del templo nos encontramos con José Carlos Tamayo, conocido alpinista español, famoso sobre todo por su etapa en el programa televisivo Al Filo de lo Imposible. Con él intercambiamos algunas anécdotas y pronto acabamos en Pangboche en el lodge Ama Dablan View a nada menos que 4.250 metros.

            La siguiente jornada fue una de las pocas donde me he sentido mal de verdad en este valle. El plan era sencillo, día de aclimatación hasta el campo base del Ama Dablan y pronto de vuelta para descansar para el día siguiente. Para mí todo se torció. Me levanté algo abotargado pero nada distinto al resto de los días. El primer aviso lo dió mi saturación, algo más baja de lo que debiera. Nada más empezar a andar supe que eso iba a ser duro. Un incesante dolor de cabeza empezó a taladrarme las sienes, me encontraba débil, mis piernas no "carburaban". Ni el imponente paisaje, ni las bromas en el campo base (escalar boulder a 4.550 metros es algo inolvidable), ni la casi hora y media de descanso y aclimatación que estuvimos tirados al sol, consiguió reducir mi dolor de cabeza, que en la breve bajada se torno cercano a lo insoportable. Cuando llegué al lodge me tome una aspirina y todo lo demás que recuerdo es dar vueltas dentro de mi saco. La altitud me había dado el primer aviso, pero no sería el último.

            El día amaneció diferente al resto, la meteorología en el Himalaya suele ser estable en estas fechas, sol por la mañana y nubes que entran por el valle por la tarde. En cambio hoy todo había amanecido algo gris, y así lo atestiguaba que no se vieran ni el Ama Dablan, ni el Tawoche Peak (imponente montaña, la más vertical que ví en todo el viaje). Yo parecía totalmente recuperado de mi mal de ayer, pero ese día les había llegado al resto, sobre todo al pobre Rubén que solo pudo seguirnos a duras penas.  Hoy tocaba una etapa dura, pero emocionante a la vez. Entraríamos en los dominios del Everest y dormiríamos a nada menos que 4.930 metros de altitud, preparándonos para al otro día ir a Kalapatthar, a 5.550 metros de altitud, y al campo base del Everest.

            La mañana empezó bien, ya que cuando íbamos a irnos de Pangboche nos dimos cuenta de que algo raro pasaba en el pueblo. La razón es que había una Puya, nada menos que una ceremonia en honor a Buda, donde un lama local bendice a los presentes. Así que nos fuimos de Pangboche con una bendición más y un cordel protector en el cuello. A partir de ese momento todo se torció. Rubén se encontraba francamente mal, Pablo empezó a dar síntomas de MAM y, por si fuera poco, empezó a nevar, poco y no con mucha fuerza, pero a nevar. "Esperemos que todo mejore", me decía para mis adentros.

            Por lo demás, la etapa era una preciosidad. Entrábamos en verdadero terreno alpino, donde desaparecía la vegetación, recorríamos la morrera final del glaciar del Khumbu y veíamos los innumerables monumentos a los fallecidos en el Everest. Está el pétreo, que son amontonamientos espontáneos que hace la gente para recordar a sus amigos muertos en esta montaña, y el oficial en la población de Pheriche, que es una bonita escultura metálica, pero que a la vez te recuerda donde estas y lo insignificante que eres entre estas montañas.


            El final del día fue raro, todos teníamos algo de malestar por la altitud y fuera nevaba con fuerza, lo cual aplanaba aun más nuestro ánimo. Además el lodge no era especialmente cómodo y hacía bastante frio. Creo que fue la peor tarde en el Himalaya. Pero daba igual, una fuerte ilusión crecía dentro de mí. Mañana, si nada lo impedía, tendría frente a frente al gigante del Himalaya, al Everest en todo su esplendor, y desde su mejor mirador, Kalapatthar. Aquello que tantas veces había visto en una pantalla o en un libro lo tendría al alcance de mi mano. Sería un sueño hecho realidad. 


Atardecer en Pangboche.


martes, 9 de julio de 2013

Nepal I, Demasiado 7-9 de Abril



          Echo la vista atrás y todo parece lejano, pasado, alejado... Pienso en nosotros cuatro arrastrando los pesados petates, en Barajas primero y a lo largo de más de 8000km después, y me parece que fue hace un siglo, que todo empieza a diluirse en las nebulosas del tiempo. Pero quizá es algo que he buscado adrede. Decidí no escribir sobre mi aventura en el Himalaya inmediatamente. Pensé que sería mejor dejar pasar unos meses, que la euforia diera paso a un análisis más sosegado y, posiblemente, cercano a la realidad. Sirvan estas líneas también como presentación de una serie de entradas  que, a lo largo de las próximas semanas, relatarán lo que fueron unos días inolvidables por muchísimas razones; no todas buenas, no todas malas.




Demasiado ruido, demasiado rápido, demasiado calor, demasiado...


            Son las 5:00 de la mañana, de un frío día de abril en Madrid. Este año la primavera parece no querer despuntar. Estoy todavía atiborrado de la comida italiana de hace unas horas. Quizá nuestro miedo a no comer ni mucho ni bien en las próximas semanas nos hizo dar algún bocado de más. Álex no se encuentra en su cama, los nervios le han hecho saltar de ella hace un buen rato. Fuera todo son prisas y estrés. El pequeño salón de la casa de Pablo parece un almacén de material de montaña, desayunos medio empezados o medio terminados, según se mire, gente (y eso que solo somos cuatro) yendo y viniendo, y papeles importantísimos que no se pueden perder, pese a que ahora están tirados por todos sitios.


            Barajas ya está despierto cuando llegamos. Bueno, creo que nunca duerme, y aunque estamos en la T1, un buen número de personas ya deambula con maletas y carritos de lado a lado. Felices, posamos en la foto con dos carros abarrotados de petates y mochilas... ¿de mano?. No sabíamos lo que se nos venía encima:


            -Ustedes no pueden volar vía india sin visados.

            -A ver, espere un segundo, en la embajada nos dijeron que para tránsito   aeroportuario no hacen falta, y nosotros no vamos a salir del aeropuerto.

            -Pero aquí no me figuran billetes de salida de Delhi y sin ellos no pueden volar.

            -Claro que no tenemos billetes, porque los tenemos que imprimir allí, mire la reserva si quiere.

            -Pero con eso no pueden volar, solo es una reserva.

            -Hombre, no me joda, y voy a pagar la reserva para luego quedarme de trabajador ilegal en la India. Usted déjeme subir al avión, y allí ya veré que        hago.

            -No pueden embarcar, les deportarían y a nosotros nos multarían. Así que hagan el favor de quitarse de la fila.

            -¿Y qué coño hacemos ahora, señorita?.

            -Ése no es mi problema, señor. Vayan a la ventanilla y allí les ayudarán.



            3 horas y 1285€ después...



            Las horas en el avión se hacen eternas. Suerte que las aerolíneas árabes no escatiman en comodidades ni servicios. Te atiborran a comida y te idiotizan con los últimos éxitos de Hollywood en pantalla individual. "Dios, cómo será la primera clase", me dice Pablo, mientras brindamos con cava porque por fin estamos volando, hacia Doha en lugar de Delhi, pero volando al fin y al cabo. El aeropuerto de Doha lo definiría como mestizo. Todo en él se mezcla, desde Lamborghinis aparcados en el duty free a nómadas bereberes con sus ropajes tradicionales descansando en el suelo del aeropuerto, con un cayado y las sandalias al lado, como si estuvieran en medio del desierto. Es curioso ver en la misma estantería un Cartier y una manta de pelo de camello, supongo que estas cosas tiene la globalización. 


            Estamos volando hacia Katmandú. Las horas de viaje, casi 20, me pasan factura y estoy profundamente dormido cuando me despierta la azafata, ofreciéndome una especie de burrito de pollo. Me lo como casi a la fuerza, pero después de que uno haya volado tanto con Ryanair estas cosas no se dejan escapar. Medio adormecido todavía, miro en mi pantalla el mapita que te dice cuanto te queda para tu destino, y veo que el tiempo va en aumento según el GPS. ¿Qué demonios pasa?. Pues pasa que nos dirigimos a Calcuta, vaya usted a saber porqué. El viaje todavía nos deparaba una última sorpresa. Pasamos dos horas en el aeropuerto de Calcuta, sin salir del avión, viendo unas bonitas palmeras por la ventanilla. Con todo esto quiero decir que, con tres horas de retraso, por fin aterrizamos en Katmandú. 


            Desde el avión parece una ciudad prieta, amontonada debajo de una densa nube de un color marrón insalubre. Pero cuando consigues salir a sus calles, sorteando antes a los numerosos "porters" que te asaltan a cada paso para intentar llevar o llevarse tu equipaje, te das cuenta que a donde acabas de llegar todo es diferente a un nivel que ni sospechas.


            Estamos dentro de una furgoneta destartalada, sin cinturones y que se bambolea incontroladamente en los socavones que, a cada metro, salpican la calle de arena, por supuesto. No sería tan terrible si alrededor nuestro no hubiera unas cuantas decenas de coches, motos, tractores, bicis, peatones, vacas... El tráfico se escapa de la definición de caótico, es algo sobrenatural; cientos de coches pitando, acelerando y cargados hasta límites insospechados, peatones cruzando con la mano levantada como única protección. Todo esto sin señales, sin semáforos, sin policía e, increíblemente, sin accidentes. 


            La llegada Katmandú es un shock para tus ya agotados sentidos, después de semejante viaje. Todo en esta ciudad es agobiante, olores, colores, ruido, polución, calor,  gente y un largo etc. Pero a la vez esta ciudad te atrapa. Todo es tan diferente, tan alejado de lo que conocemos, que a cada paso miras curioso, como un niño, en todas direcciones, esperando ver con qué te sorprendes ahora. 


            En esta ciudad se produce un rencuentro esperado por todos. Joâo, nuestro más ilustre integrante, que llega unas horas después de nosotros desde Lisboa, nos espera en el hotel. 


            Tenemos día y medio para organizar todo nuestro material, hacer unas últimas compras y dirigirnos a  lo que más deseamos, las montañas, las más altas que veremos nunca, las más altas que existen. Pero antes nos quedan 36 horas para tomarle el pulso a esta ciudad. Empezaremos por el barrio del Tamel, que supuestamente es el barrio turístico y más desarrollado de la ciudad, pese a que es una locura por completo. Pero cuando al día siguiente visitamos otra parte de la ciudad, el Tamel nos parece un oasis occidental en este mar de culturas. Esa tarde paseamos por Katmandú y vemos la que será la primera de muchas estupas y giramos nuestros primeros molinos de oración, temiendo hacerlo en la dirección equivocada. Probamos nuestra habilidad para el regateo y alucinamos con la cantidad de cables que pueden acumularse en un mismo poste de luz. 


            Solo nos queda ya una cosa: prepararnos. Organizando al día siguiente los petates, nos damos cuenta de la cantidad de material que llevamos y que habrá que portear; y de la increíble cantidad de material que puede acumular un ochomilista en su vida, incluso en un húmedo almacén de una ciudad a miles de km de su casa. Joâo es un personaje en todos los sentidos. Es sencillo y cercano, pese a haberlo logrado prácticamente todo en el alpinismo, además de un bromista por naturaleza. Sin duda entre nosotros existe un profundo respeto hacia él. Creo que a todos nos apasiona este viaje, pero hacerlo con él y aprender de alguien así lo hace mucho más atractivo, si cabe. 


         Ahora toca descansar, mentalizarnos. Mañana nos espera un peligroso vuelo hacia las montañas, hacia nuestros sueños.



Estupa en el centro de Katmandu.

Galería de Nepal I, Demasiado