jueves, 13 de febrero de 2014

Nepal VI, A traves de la ventanilla, 26-29 de Abril


El estómago me da un vuelco, el fuerte descenso del avión al salir del aeropuerto de Lukla hace que se te ericen todos los pelos del cuerpo. Miro a través de la ventanilla y veo como nos alejamos de ese infinito mar de cimas, algunas de ellas ocultas en las nubes. Han pasado cinco días desde que ascendimos el Island Peak y todo parece quedar tan lejano que los recuerdos se mezclan en la memoria. Nuestra renuncia a la travesía circular al macizo del Ama Dablan perece que fue acertada, ya que hemos recibido noticias de que en los siguientes días había nevado fuertemente en altura; tanto que hubo aludes en varios campos bases de los grandes ochomiles cercanos. Además Ulei Steck  y Simone Moro tuvieron un altercado con unos sherpas y ese incidente había enrarecido el ambiente de todo el valle. Mientras recordaba todo ésto no era consciente de que el corto viaje tocaba a su fin y ya estábamos descendiendo camino del aeropuerto de Kathmandú, oculto bajo su perenne capa de polución. Las grandes montañas con las que había soñado tantas veces y que conseguí tocar estas semanas habían desaparecido.

El polvo en suspensión y el sofocante calor nos esperaba en Kathmandú. A pesar de que esta ciudad es un mundo diferente al occidente que conocemos, es todo un choque de civilización respecto de donde venimos. Ahora, por nuestra renuncia a las altas cumbres, tenemos un par de días para conocer esta increíble ciudad, apabullante en algunos momentos, pero apasionante en otros.

El día transcurre tranquilo, cenamos en el Everest Stick Hause y tomamos una copa con unas amigas polacas en el Pub Tom and Jerry. De repente, mientras escuchamos música irlandesa en directo en un bar irlandés en Katmandú (curiosidades de la vida), me doy cuenta de que por primera vez tengo la sensación de estar de vacaciones. Descansando y relajándome. Sin pensar en lo que tengo que hacer al día siguiente, ni que tengo que filtrar agua, ni ver si se acercan nubes amenazantes por el fondo el valle. Mis únicas preocupaciones en ese momento son terminarme la Guinness antes de que se caliente e intentar entender el inglés del chiste que mi nueva amiga me cuenta.

Amanece en Kathmandú. Siento el cuerpo abotargado, no solo por la soportable resaca,  sino por una noche apenas sin dormir, dado que la humedad y el calor te hacen sudar a mares cada noche. Joao hoy nos abandonará, ya que marcha a reconocer otros valles de Nepal, en pos de futuras expediciones. A partir de mediodía andaremos solos por Katmandú, dedicando la jornada a ver Boudhanath, una de las mayores estupas de todo Nepal. Es uno de esos sitios que impresiona nada más verlo. Está encerrado en una plaza de casas, a la que se accede por unos pasadizos. El tamaño de la estupa es lo que más impacta, las líneas de banderolas de oración se proyectan  hacia la cima de la estupa mecidas por el viento, esparciendo sus oraciones por toda la ciudad. El sitio te acerca a la cultura budista y, desde luego, no te deja indiferente. Pero sin duda lo mejor llegaría a la tarde.

Aquel día comimos en un restaurante nepalí para nepalíes, donde nada de la carta superaba el euro de precio. Es una opción recomendable, pero arriesgada; sobre todo al comienzo de tu viaje, dado que en estos sitios los virus intestinales campan a sus anchas. Indudablemente es una manera perfecta de conocer la "picante" cocina local, por un módico precio y alejado de los occidentalismos que hay en el barrio de Thamel.

Por la tarde, en vista de que la visita a Boudhanath nos había sabido a poco, decidimos completar nuestra visión del crisol de culturas de Kathmandú visitando el templo Pashupatinath, uno de los más importantes templos hinduistas del mundo. Aquí viví uno de los momentos más especiales de mi estancia en Nepal y que sin duda será difícil de olvidar. Andando a solas, como siempre suelo hacer en este tipo de lugares, oí una llamada desde dentro de unos de los templetes que salpican toda esta colina. Dentro me esperaba un ambiente cargado. Tumbado en el suelo había un shadu. En una mezcla de inglés y un idioma que no entendía me ofreció sentarme y fumar un  cigarro liado. El fuerte olor a algo que se quemaba en un recipiente casi me hizo toser. Tras un rato en silencio me dijo algo ininteligible y me empezó a poner una tilaka en la frente. Por lo que leí mas tarde, ésto es un acto de bendición. No sé qué vería ese hombre en mí. En resumidas cuentas, un día difícil de olvidar.

La mañana siguiente hicimos las maletas y realizamos las últimas compras por Thamel para la familia. Comimos tranquilamente en un restaurante y nos dirigimos hacia el aeropuerto. Tras casi un mes esto llegaba a su fin. Por delante teníamos 18 horas de avión y escalas hasta Madrid. Además de una vuelta en bus hasta mi punto de partida, Logroño.


Habían pasado 22 horas desde que dejé Nepal, para pisar el autobús que me traería de vuelta.  Ahora, a través de la ventanilla, veía la pequeña ciudad de Logroño que se mostraba ante mí con las últimas luces del día. Había vuelto a casa, pero una parte de mí siempre seguirá vagando por esas montañas de hielo y roca, y sin duda volveré tarde o temprano a buscarla.



Shadus o santones hindus en Pashupatinath



Galería a través de la ventanilla.


miércoles, 15 de enero de 2014

Nepal V, El Himalaya a la postre nos dará la razón, 20-25 de Abril


Las primeras luces del día entran tímidas por la minúscula ventana de mi habitación. Los primeros momentos son confusos, pero una vez despierto y totalmente consciente, me ubico. Estoy en Chukung a 4800 m. de altura, el frío me congela la nariz, la única parte de mí que queda fuera del saco. Me vuelvo hacia la cama de Pablo pero no hay nadie. Me he debido dormir. Cuando me levanto, rápido y con las prisas lógicas, me doy cuenta de dos cosas: una esperada y otra intrigante.

El cuerpo me duele. Lo cual era de esperar, dado que ayer subí un monte de más de 6000 metros, pero tampoco tengo las agujetas espectaculares que imaginaba el día anterior; más bien un entumecimiento general que, unido a la altitud, hace que mis movimientos sean lentos y dubitativos.

La otra circunstancia que me sobreviene, justo después del dolor muscular y mientras me visto, es que son las 8:00 de la mañana y eso es muy tarde, teniendo en cuenta que tenemos por delante una de las jornadas más duras de nuestra aventura himalayica. Las dudas me asaltan en estos minutos de ponerme capa tras capa de ropa. ¿Me habrán dejado aquí? Poco probable. ¿Alguien estará muy enfermo? No es lógico que no me hayan despertado para decidir si evacuarlo o qué decisión tomar al respecto. Lo único que tengo claro es que viendo la hora que es y todas mis pertenencias y las de Pablo esparcidas fuera de las mochilas, hoy no hacemos el collado de Amphu Labtsa. Ésto es debido alguna razón que no alcanzo a comprender, aparte de nuestro cansancio, pero eso no me parece suficiente motivo como para no haberlo ni intentado.

Salgo al salón de lodge en busca de respuestas, algo confundido y adormecido todavía. Pido un té y miro a mis compañeros esperando una explicación, porque ahí están todos tranquilamente, desayunando platos rebosantes. “¿Has mirado por la ventana?”, me pregunta Rubén. Cuando alzo la vista todo se vuelve claro, cristalino como el agua del torrente más puro: está nevando con fuerza y, a tenor de la capa que lo cubre todo, lleva haciéndolo varias horas. Joao dice que es el elemento que faltaba para que, unido a nuestro cansancio y el débil estado de salud de alguno de nosotros, nos tengamos que replantear muy en serio qué hacer. De momento, salgo fuera a ver la situación, pero eso es complicado, ya que la densa niebla no deja ver más allá de la casa de enfrente del lodge. Parece que hoy todo está difícil.

Debatimos largo y tendido esa mañana. Mientras, Pablo nos hace entrevistas sobre la ascensión de ayer y cómo nos encontramos. Pero veo el ánimo de mis compañeros y me doy cuenta de una cosa: hemos renunciado. Por mucho que barajemos posibilidades y condiciones meteorológicas, que miremos los mapas estudiando las rutas y que nos midamos la saturación intentando hacer una evaluación de nuestra salud. En la cara de todos se ve reflejado que así no podemos empezar una travesía de 4 días con collados de más de 5000 metros técnicos e inciertos y en total autonomía. Sería una temeridad. Quizá lo de barajar opciones y mirar los mapas sea más por autocompadecernos que por terminar de convencernos.

La decisión final es la lógica y la más sensata, pero también la más dura de tomar. Nos damos la vuelta. Así es imposible. El cúmulo de coincidencias hacen de esta expedición algo peligroso, incluso temerario, y esa no es una opción en este lugar. Así que alguien dice una frase que se oye en un grupo de alpinistas siempre que un objetivo no es alcanzado: “La montaña de ahí no se va a mover, ya volveremos en otra ocasión”. Esa frase es tan cierta como complicada de cumplir, tan lejos de casa.

Así que comenzamos a desandar nuestros pasos de hace un par de días, bajo la intensa nevada, con un andar extraño producido por nuestras pesadas botas de altura. Estamos todos callados y pensativos, como buscando algo en lo más profundo de nosotros que corrobore que la decisión que hemos tomado es la correcta. Barajando todos los pros y los contras una y otra vez. Rezando para que mañana no amanezca soleado y con toda la nieve derretida; sino que nieve, y fuerte, para dar más razón a la decisión más sensata, pero a la vez más indeseada, que tiene que tomar todo montañero.

El Himalaya a la postre nos dará la razón, pero eso ya es letra de otra historia.


Lorenzo J. Martínez bajo la nevada, ya de regreso a Lukla.


Galeria el Himalaya a la postre nos dará la razón.




martes, 31 de diciembre de 2013

Qué cerca, pero qué lejos


Pese a que la mañana había amanecido fría, el sol ya calentaba mis pasos sobre el duro asfalto y Melón me seguía obediente. Nada me hacía presagiar lo que vería tras una árida loma del prepirineo aragonés. Me habían dicho que el sitio merecía la pena. La ociosa mañana que me esperaba, la compañía de un nuevo conocido y de un can, cuanto menos peculiar, terminaron por decidirme.

Resplandeciendo al sol matinal los dorados y blancos de la estupa del monasterio budista de Panillo confundieron mis sentidos. Por un momento, me vi trasladado a Nepal, al Himalaya, me dieron ganas hasta de soltarle un “namaste” a un paisano que nos cruzamos camino al monasterio. Los banderines de oración se mecían con la plácida brisa. Qué raro era todo. Tan cercano a eso que meses atrás vivía, pero a la vez tan alejado. No solo por los más de 8000 km que me separaban de ese precioso valle del Khumbu, sino porque había detalles que me hacían recordar que seguía en occidente: el asfalto bajo mis pies, los cables de alta tensión que cruzaban la estrecha calzada y el detalle que me despertó de mi letargo: un coche aparcado a la sombra de la estupa. Pese a todo, el sitio emanaba tranquilidad y belleza por todos sus rincones. Los pacientes monjes y lamas han conseguido hacer de este rincón del prepirineo aragonés un lugar que sin duda evoca a otros lugares cercanos, pero a la vez muy distantes.

            El monasterio de Panillo o Monasterio Budista Dag Shang Kagyu, se encuentra al norte de la provincia de Huesca, concretamente en la localidad de Panillo, cercana al Municipio de Graus. Fue fundado en 1984 y hoy en día es un centro espiritual y de retiro de numerosas personas, tanto españolas como de otras nacionalidades.


Monasterio Budista Dag Shang Kagyu


viernes, 29 de noviembre de 2013

Nepal IV, Cerca del cielo. 19 de Abril


Suena el despertador de mi reloj y, todavía dolorido por la extraña postura en la que he pasado la noche, saco el brazo fuera del saco para mirar la hora. Sí, son las 2:30 de la madrugada, para mi pesar, y aquí comienza mi día más esperado en el Himalaya. Por fin vamos a hacer alpinismo de verdad. La siguiente sensación que tengo es que hace muchísimo frío. Todo dentro la tienda está congelado, menos lo que hemos conservado dentro del saco.

Joao ya se ha despertado y se mueve a una velocidad impensable para mí a estas horas y en estas condiciones. Para cuando yo consigo ponerme una primera capa térmica sin salir del saco, Joao ya esta fuera tomándose un té que han traído un par de sherpas que nos cuidaran las tiendas mientras realizamos nuestra ascensión, dado que en los campos base son comunes los saqueos y más en éste, que es un campo base muy comercial.

Ya vestido y con toda la ropa que tenía, y es que el frió aprieta. Salgo de la tienda y se abre ante mí un auténtico espectáculo que será difícil de olvidar: la noche cerrada todavía muestra en todo su esplendor un cielo estrellado diferente a cuantos he visto antes. Las noches estrelladas de pirineos se quedan pequeñas en comparación a lo que veo ante mí, mejor dicho, sobre mí. Pero una punzada en mi estómago rompe esa maravilla.

Ahora son las 3:15 de la mañana, llevamos un rato andando siguiendo nuestros frontales en una dura pendiente pedregosa. Siento que mi estómago no está bien, y menos para subir un pico de esta entidad. Apenas he tomado un té y dos galletas, pero éstas se niegan a permanecer en mi estomago y hacen que se retuerza con violencia. Intento abstraerme y centrarme en vencer la subida lo mejor que puedo. Antes de darme cuenta, estamos en el C.B. avanzado. Todavía de noche Pablo nos comunica que no puede seguir, que se encuentra muy mal. Joao decide bajar con él y nos explica la ruta, porque no sabe si le dará tiempo a alcanzarnos. Todo parece torcerse.

Es extraño ver partir hacia abajo en la oscuridad a los que yo consideraba los dos miembros más fuertes de la expedición. Rubén, Alex y yo decidimos que hay que seguir por lo menos hasta el glaciar y ver todo bajo los primeros rayos de sol. No podemos dejar que la negrura de la noche nos coma, nos engulla.
Ver salir el sol siempre me ha causado cierta paz interior, supongo que como a la gran mayoría de la gente; cierto es que esta vez lo estaba esperando con más ganas que nunca. El sol suponía varias cosas: empezaríamos a ver los paisajes de ensueño que nos rodeaban, haría más fácil nuestra travesía por el glaciar y lo que más deseaba traería un poco de calor a ese gélido mundo, donde todo estaba congelado. El frío era lo que peor llevaba, dado que mi tripa había parecido darme tregua. Hacia muchísimo frío, y ponerse los crampones estaba siendo una auténtica proeza. Por fin equipados, cuando nos disponíamos a cruzar un mar de oscuras grietas y seracs, apareció Joao, lo que supuso un autentico empujón para todos. Ahora sí teníamos que coronar la montaña, por nosotros y por Pablo que no había podido venir.

El transcurso del glaciar ha sido uno de los recuerdos que me llevé de Nepal. Qué sensaciones cruzar esas grietas sin fondo. Ver ese caos de hielo con esas enormes montañas detrás. Hacer eso que tantas veces había visto en una pantalla y que siempre había deseado protagonizar. Estaba haciendo alpinismo de verdad. Pero una visión me devolvió a la realidad. Una pala de hielo de aspecto intimidatorio se alzaba ante mí. La ruta la cruzaba recta y mis fuerzas flaquearon, no sabía si podría afrontar ese reto. Si lo conseguí fue una cuestión de orgullo más que de fortaleza, pero después de unas horas de penurias y de discursos internos conseguí hacer cima, minutos después que Alex. Estaba cerca del cielo, concretamente a 6.190 metros de altura, en una diminuta y aérea cima. Alex me dio un abrazo y me chocó la mano. Yo estaba exhausto y además no era capaz de asumir lo que había hecho; de echo mis recuerdos de esos momentos no son de una felicidad exultante, sino más bien de un deseo de bajar y descansar.
El descenso lo recuerdo como algo fugaz, concentración y automatismo de lo que estaba haciendo. Pese a que unos coreanos nos lo pusieron difícil tirándonos hielo, piedras y un largo etc.
A la salida del glaciar nos esperaba algo que no podría haber imaginado nunca y por lo que el pueblo sherpa es mundialmente admirado. Uno de los sherpas que nos había cuidado la tienda había subido hasta allí, unas 4 horas de dura ascensión, solo para traernos té caliente y unas galletas. Ésto sin duda ayudó a hacer nuestro descenso más fácil y a conseguir que nuestro agotamiento no aflorara tan pronto.


Cuando llegamos al campo base encontramos a Pablo, que estaba preocupado por nosotros y notros por él, pero Joao nos dio las instrucciones a seguir: Comer algo, beber, desmontar tiendas y rápido descenso a Chukung. Bueno, este era el plan inicial, porque con 12 horas de ejercicio y más de 15 kg de mochila a nuestras espaldas, no fue lo que se puede entender por un descenso rápido. Digamos que yo nunca lo había pasado tan mal, y creo que tardaré en volver a pasarlo así. Una auténtica tortura, pero por fin me pude envolver en mi saco, empezar a pensar en lo que había conseguido y en lo que me quedaba por conseguir. Nuestra aventura en Nepal acababa de comenzar.


Lorenzo J. Martínez ascendiendo el glaciar del Island Peak.






domingo, 28 de julio de 2013

Nepal III, Entre gigantes. 16-18 de Abril


Eran las 4:30 de la mañana y una gruesa capa de escarcha lo cubría todo. Hacía frío, varios grados bajo cero. El nimio desayuno, consistente en una tostada y un té, no se me había asentado bien y las náuseas crecían en intensidad y frecuencia. Joâo, que se percató de mi estado, me ofreció una aspirina sin decir nada verbalmente, pero viendo claramente en mi rostro lo que me pasaba. Tenía principios de MAM (mal agudo de montaña) y me sentía peor que nunca. Me dolía la cabeza como nunca antes; no más, sino de una forma diferente. Sentía una opresión en el cráneo entero, como si mi cerebro necesitara escapar de esa cárcel de hueso. Tenía unas fuertes náuseas e inapetencia y mis músculos estaban flojos, como sin energía. Mi decisión fue la de salir y ver hasta donde podía llegar, porque hoy no era una simple etapa de aproximación, hoy subíamos hasta Kala Patthar, a más de 5550 metros. Y mi estado no era el mejor.

Me abrigué hasta las cejas ya que por lo visto, en mí, otro de los efectos del MAM era la incapacidad para calentarme. Empecé a ascender siguiendo a mis compañeros con un paso cansino, que me hacia perderles cada poco tiempo de vista. Así, caminando a duras penas y con los ojos clavados en el suelo, con el frontal como única luz, fui avanzando abstraído de la realidad, casi como en un estado alterado, donde lo único que pretendes es poner el pie al final del siguiente paso. En una parada técnica me dí cuenta que el frontal ya no era necesario y, para mi sorpresa, ya estábamos andando por encima del glaciar, pese a que el suelo estaba cubierto de piedras. Pero la verdadera sorpresa se produjo cuando alcé la mirada hacia las montañas. No podía creer lo que veía. A mi alrededor gigantescas cimas de más de 7000, e incluso 8000 metros, se disponían en semicírculo cerrando el valle. Joâo señaló una en concreto, una pirámide perfecta de hielo y roca que se alzaba preciosa en el fondo del glaciar. Era el Pumori, de 7161 metros, sin duda la montaña más bonita que había visto nunca. El Everest, el Nuptse, el Lhopse y otros picos desconocidos para mí completaban la vista. En ese instante entendí porque los sherpas ven a estos montes como sus dioses.

Estábamos ya en Gorak Shep, considerada la última construcción humana del valle, si obviamos el cercano campo base del Everest. Llevaba unas horas sintiéndome mejor y el té con galletas acabó por revitalizarme. Estaba decidido, quería subir a Kala Patthar, ver al Everest cara a cara. Contemplarlo desde su mejor mirador.

Kala Patthar es una loma árida y pelada en la arista sur del Pumori que da respeto, no por su inocente aspecto, sino por su altitud. La subida era obvia, a media ladera; pero cuando la acometes te das cuenta de que a más de 5000 metros nada funciona como has aprendido. El ritmo se vuelve machacón y la respiración se acelera. De repente me di cuenta, Pablo y Rubén no nos seguían. Después supe que era demasiado para ellos en esta ocasión, que no podían. Por el contrario, Joâo, Alex y yo alcanzamos la cumbre, donde miles de banderines de oración inundan las pocas piedras de la pequeña cima. Y ahí estaba, enorme, con su cabeza humeante, tenia el Everest tan cerca que casi lo podía tocar. Pero una fuerte ráfaga de viento, fría como pocas que hubiera sentido antes, me devolvió a la realidad. Había que bajar, y había que hacerlo rápido porque hacia frío de verdad.

El resto del día, todos reunidos de nuevo, trascurrió entre niebla y un fortísimo viento, que nos acompañó hasta el final de la etapa. Mientras tanto, tuvimos tiempo de comernos una ración de jamón y queso, gentileza de nuestro buen amigo Álex. Ésto nos dio mas nostalgia que energías. El camino de vuelta se hizo interminable, atravesando una meseta pelada que surca uno de los laterales de la artesa glaciar del valle del Khumbu y que pasa por la parte superior de Periche. El camino nos dirigió hacia Dingboche, donde pasaríamos la noche a 4400 metros y que, sin duda, sería mas fácil que la anterior, debido a su altitud. Finalmente, hicimos 12 horas de caminata, que fueron recompensadas con una fantástica cena y buena compañía de unos amigos polacos en el lodge Monligh.

El día siguiente fue el mas fácil de todos los que pase en el Himalaya. No madrugamos, al contrario que durante las últimas semanas, y se agradeció. Nos despedimos de nuestras amigas polacas, dado que una no se sentía bien, y habían pensado en descender. Mandamos un e-mail a las familias y decidimos desayunar como reyes. Después, tras un cómodo paseo sin apenas desnivel, llegamos hasta Chukung a 4800 metros, donde descansamos antes de subir al campo base de nuestro primer objetivo:el Island Peak. El resto de la tarde la pasamos descansando e hidratándonos hasta que, prácticamente por noche, llegó nuestro porter. Nos enfadamos al descubrir que por ganar mas dinero decidió subir el todo el material, casi 90 kg, en lugar de hacerlo ayudado por un jak como teníamos hablado. Esto propicia que al día siguiente nos repartamos uno de los petates y vayamos bastante mas cargados hacia el campo base.

El día de aproximación al campo base es también tranquilo, pero no debemos olvidar que subiremos hasta los 5150 metros y dormiremos a esa altitud, lo cual supondrá un auténtico reto para nuestra aclimatación. La aproximación discurre por un glaciar increíble. No puedes evitar soñar con escalar las montañas circundantes, que no tienen nombre y que superan fácilmente los 6000 metros. Cuando alcanzamos el campo base todo es aún mejor de lo que se podría esperar. Delante tenemos la pared sur del Lhopse. Un monstruo de casi 4000 metros de vertical, un auténtico caos de hielo y roca que te pone los pelos de punta. En ese momento entiendes porqué es uno de los pocos retos que quedan en el himalayismo de gran dificultad.

La tarde fue algo nuevo para mí. Montamos las tiendas, nos distribuimos y preparamos el material para lo que nos esperaba al día siguiente. Mi primer seismil. Era curioso pero me encontraba bastante bien y fui el único que pudo comer todo el sobre de comida deshidratada. Los demás renqueaban bajo el yugo de la altitud, incluso Joâo, que tenía problemas intestinales. Eso me hizo recordar como me sentía el día anterior a Kala Patthar y como me sentí al día siguiente: las náuseas, la flojera y el dolor de cabeza. Un escalofrió me recorrió al pensar que al día siguiente podría sentirme así. Decidí dejar de pensar y centrarme en la poca vida que se puede hacer en un campo base, en ver como se pasaba el tiempo en un lugar así. Después de recorrer los alrededores del capo base lo vi todo de forma diferente.

Por primera vez desde que estaba en el Himalaya me sentí pequeño, superado, como un insignificante insecto en un mundo hecho para elefantes. Descubrí que el campo base se asentaba en la morrena lateral de un glaciar de unas dimensiones colosales. El mismo que tendríamos que rodear para dirigirnos en un par de días hasta nuestro siguiente reto: el collado de Mingbo. La caída desde el borde del precipicio era de cientos de metros y lo que se extendía abajo era dantesco. Cientos, si no miles, de bloques gigantescos de hielo se retorcían y rugían bajo mis pies; unos negros, otros marrones, por la tierra acumulada durante cientos de años, y otros azules, incluso celestes, que los hacían tremendamente bellos. Una gran bóveda atrajo mi atención, parecía enorme, y eso que se encontraba fácilmente a más de un kilómetro de distancia. En ese momento entendí que ese lugar no está hecho para los hombres y que si nos aventuramos en él estamos totalmente supeditados a sus deseos. Eso lo comprobaría unos días después. Y allí me quedé, ensimismado durante un rato, no sabría decir cuanto fue, hasta que empece a sentir frío, mucho frío.


La última bocanada de vaho se reflejó en el frontal y me despedí con un “hasta mañana” de Joâo. Me encontraba en una minúscula tienda para una persona, pero donde dormíamos dos con el equipo. Me sentí un poco intimidado por lo que íbamos afrontar en las próximas jornadas y me vino un pensamiento a la cabeza: “Cómo demonios vamos a dormir así tres días, si apenas tengo espacio para girarme sobre mí mismo”. La noche se presentaba tan dura o más que el día siguiente. Tendría que hacer un esfuerzo por intentar dormir en ese escorzo postural en el que me encontraba. Dentro de unas horas intentaría subir mi primera montaña importante en el Himalaya.


Lorenzo J. Martínez descansando camino del C.B. del Everest.

martes, 16 de julio de 2013

Nepal II, ¡Estamos en el Khumbu!, ¡Estamos en el Himalaya! 10-15 de Abril

            Todo era diferente al Katmandú que habíamos conocido los días anteriores. Apenas había coches por las arenosas calles, no había remolinos de gente en las aceras e incluso algún lugareño corría por los arcenes aprovechando que aun no había flotando en el aire esa nube de polvo y CO2 de las horas diurnas. Pese a que no había amanecido, los porteadores ya esperaban nuestra llegada en el aeropuerto para ganarse una pocas rupias, llegando a pelearse delante de nosotros por conseguir llevar uno de nuestros petates. Dentro de unas horas nos esperaba lo que más respeto me daba del viaje, el vuelo a Lukla, uno de los aeropuertos más peligrosos del mundo.

            Todo parecía ir rodado hasta que la cara de Joâo se torno sombría mientras escuchaba al responsable de la compañía, Sita Air, la misma en la que un año antes un avión se había estrellado al despegar de Lukla, muriendo todos sus ocupantes. Éramos de los pocos que volábamos con ellos y encima ésto. Después de varios gritos, Joâo se volvió hacia nosotros para traducirnos lo que le habían dicho en una mezcla de nepalí e inglés:

            -Dice que tenemos exceso de peso, que solo 15 kg por persona y llevamos casi el doble. Si queremos que nuestros petates vuelen hay que pagarle.

            Parece ser que para lavar su imagen Sita Air había decidido hacer controles más exhaustivos y hemos pagado la novatada, ya que vamos cargados con cosas innecesarias, como el agua, por la simple razón de que es unas rupias más barata en Katmandú que en Lukla. Pero bueno, sabemos que el soborno es casi legal en estos países. Así que pasamos por el aro y por 5000 rupias (unos 50€, una auténtica fortuna en este país), nuestros petates vuelan.

            Estamos tumbados en el césped. Impasibles, casi abrumados por lo que nos rodea. Estamos en Lukla esperando a que Joâo negocie con los porters locales sus sueldos por llevar parte de nuestro equipo a Pangboche. A nuestro alrededor picos que rondan los 5000 metros hacen las delicias de nuestros ojos. El vuelo ha ido perfecto, salvo por unas cuantas sacudidas en plan batidora y un aterrizaje digamos poco suave. Cuando aterrizamos una legión de sherpas nos asaltan, pero Joâo sabe donde ir así que pronto nos dejan en paz. "More tea?", me pregunta una joven sherpa; asiento, alzando mi taza, me siento absorto ante estas montañas. Solo en los alrededores de este pueblo hay montes suficientes para no repetir una ascensión a lo largo de una vida. Pablo me grita, sacándome de mis sueños alpinísticos, diciéndome que tenemos que organizar un petate a medias, es como la quinta vez que hago mi petate en 3 días, qué pesadez.

            "¿Dónde está Alex? Necesito cosas de su petate" pregunta Rubén a todos los presentes. Tras buscarlo por el lodge, viene corriendo, diciéndonos que ha encontrado unos niños sherpas muy majos, que si queremos ir. Son tres niños de una casa cercana que juegan en las inmediaciones del aeropuerto, ajenos al ir y venir de aviones y helicópteros. Jugamos y nos sacamos fotos con ellos durante un rato, antes de que Joâo nos llame para ponernos en marcha. Tenemos 3 horas hasta Phakding y vamos con retraso.

            Empezamos a andar tranquilos, pero todo nos sorprende a cada paso: casas, cultivos, primer puente tibetano, porteadores, caravanas de animales y un largo etc. La primera caminata no se hace larga, más bien se pasa volada; nos deja a todos un sabor de boca de querer más, de seguir andando hasta alguna de esas aparentes cercanas montañas. Han sido 3 horas de cómodo descenso desde Lukla y nuestra primera noche la pasaremos en un gran lodge. El resto la tarde la pasamos descansando y acostumbrándonos a este valle tan increíble. ¡Estamos en el Khumbu!, ¡Estamos en el Himalaya!, aun no me lo creo.

            El calor ya aprieta y la fuerte subida a través de un pinar lo hace más agudo todavía. Nos acercamos a Nanche Bazar, la capital del país sherpa. Llevamos ya 3 horas andando y la sucesión de puentes tibetanos y controles militares nos ha llevado hasta este pequeño saliente de la ladera. "¡Eso parece el macizo del Everest!", grita Pablo. Tenemos tantas ganas de verlo, aunque sea en la lejanía, que vemos su sombra en cualquier montaña. Joâo nos saca de nuestro error y proseguimos hasta Nanche. Nanche Bazar es un lugar increíble en un sitio mas increíble todavía. Mezcla las tradiciones sherpas más antiguas con cibercafés, tiendas de productos de montaña, bancos y hasta una Irish Tabern. Sin duda en un lugar curioso. Pero lo que más fascina al caminante es su emplazamiento: un imponente anfiteatro colgado cientos de metros sobre el barranco. Ésto lo podemos ver en su esplendor cuando descubrimos que el lodge Khumbu Resort, al que nos dirigimos, es el más alto del pueblo; tónica que seguiremos todo el viaje, haciendo temblar a nuestras piernas cada vez que queremos bajar a tomar un café al centro del pueblo de turno.

            Ha sido un día duro, de 5 horas de caminata y nos encontramos ya a 2595 metros de altitud, y eso que solo hemos empezado a andar. Mañana tenemos un día de aclimatación por los alrededores de Nanche; así que dedicamos el resto del tiempo a recorrer el pueblo, jugar al ajedrez y ver nuestra saturación en sangre. Ésto es una rutina que nos acompañará todo el viaje y que nos ayudará a ver cómo nos vamos adaptando cada uno de nosotros a la altitud. Como dato, decir que Nanche es el último sitio con una conexión a internet decente, así que aprovechamos para chatear con nuestras familias.

            Al día siguiente madrugamos (cosa muy recomendable en el Himalaya) y visitamos los pueblos cercanos de Khumjung y Khumde. En este día hay dos cosas que sobresalen sobre el resto. Visitamos una verdadera casa sherpa, donde comemos y bebemos un té y, por primera vez en nuestras vidas, vemos el Everest. Además visitamos la escuela de Hillary en Khumjung y su hospital en Khumde. Es increíble el cariño y respeto que se tiene por este mito del alpinismo en el valle. Por la noche la misma rutina de todos los días. Mencionaré de forma especial el Dal Bhat, plato típico de Nepal, compuesto de arroz, lentejas y carne o verduras, que será nuestra fuente de energía día tras día.

            Parece que llevamos una eternidad andando, y solo llevamos cuatro días aquí, pero pasan muchas cosas en cada etapa. Hoy vamos desde Nanche Bazar hasta Pangboche y el camino no ha tenido desperdicio, de echo, parece difícil que en 7 horas puedan pasar tantas cosas. Salimos todavía con la oscuridad como acompañante y vemos amanecer sentados en una estupa con el Ama Dablan, de 6.812 metros, de fondo (algo inolvidable). Afrontamos la subida más dura del Treking, tras una Rara Noodle Soup en Punki Tenga. Pero sin duda la fuerte subida merece la pena, ya que arriba está el monasterio budista de Tengboche, uno de los más importantes de todo el valle. Ir con una celebridad como Joâo tiene ventajas y nos dejan entrar en la zona de oración, restringida a los turistas; que es un sitio totalmente mágico, con una imponente estatua de Buda de más cinco metros de alto. Además, aquí nos bendijeron en nuestro objetivo y nos pusieron una Kata. Una Kata es un pañuelo sagrado budista que te imponen a modo bendición para que tengas suerte en tu vida. Para mí supuso algo distinto porque, pese a no ser creyente, en ese sitio se respiraba una atmosfera diferente, de una enorme paz.

            Por último, y para rematar el día, al bajar del templo nos encontramos con José Carlos Tamayo, conocido alpinista español, famoso sobre todo por su etapa en el programa televisivo Al Filo de lo Imposible. Con él intercambiamos algunas anécdotas y pronto acabamos en Pangboche en el lodge Ama Dablan View a nada menos que 4.250 metros.

            La siguiente jornada fue una de las pocas donde me he sentido mal de verdad en este valle. El plan era sencillo, día de aclimatación hasta el campo base del Ama Dablan y pronto de vuelta para descansar para el día siguiente. Para mí todo se torció. Me levanté algo abotargado pero nada distinto al resto de los días. El primer aviso lo dió mi saturación, algo más baja de lo que debiera. Nada más empezar a andar supe que eso iba a ser duro. Un incesante dolor de cabeza empezó a taladrarme las sienes, me encontraba débil, mis piernas no "carburaban". Ni el imponente paisaje, ni las bromas en el campo base (escalar boulder a 4.550 metros es algo inolvidable), ni la casi hora y media de descanso y aclimatación que estuvimos tirados al sol, consiguió reducir mi dolor de cabeza, que en la breve bajada se torno cercano a lo insoportable. Cuando llegué al lodge me tome una aspirina y todo lo demás que recuerdo es dar vueltas dentro de mi saco. La altitud me había dado el primer aviso, pero no sería el último.

            El día amaneció diferente al resto, la meteorología en el Himalaya suele ser estable en estas fechas, sol por la mañana y nubes que entran por el valle por la tarde. En cambio hoy todo había amanecido algo gris, y así lo atestiguaba que no se vieran ni el Ama Dablan, ni el Tawoche Peak (imponente montaña, la más vertical que ví en todo el viaje). Yo parecía totalmente recuperado de mi mal de ayer, pero ese día les había llegado al resto, sobre todo al pobre Rubén que solo pudo seguirnos a duras penas.  Hoy tocaba una etapa dura, pero emocionante a la vez. Entraríamos en los dominios del Everest y dormiríamos a nada menos que 4.930 metros de altitud, preparándonos para al otro día ir a Kalapatthar, a 5.550 metros de altitud, y al campo base del Everest.

            La mañana empezó bien, ya que cuando íbamos a irnos de Pangboche nos dimos cuenta de que algo raro pasaba en el pueblo. La razón es que había una Puya, nada menos que una ceremonia en honor a Buda, donde un lama local bendice a los presentes. Así que nos fuimos de Pangboche con una bendición más y un cordel protector en el cuello. A partir de ese momento todo se torció. Rubén se encontraba francamente mal, Pablo empezó a dar síntomas de MAM y, por si fuera poco, empezó a nevar, poco y no con mucha fuerza, pero a nevar. "Esperemos que todo mejore", me decía para mis adentros.

            Por lo demás, la etapa era una preciosidad. Entrábamos en verdadero terreno alpino, donde desaparecía la vegetación, recorríamos la morrera final del glaciar del Khumbu y veíamos los innumerables monumentos a los fallecidos en el Everest. Está el pétreo, que son amontonamientos espontáneos que hace la gente para recordar a sus amigos muertos en esta montaña, y el oficial en la población de Pheriche, que es una bonita escultura metálica, pero que a la vez te recuerda donde estas y lo insignificante que eres entre estas montañas.


            El final del día fue raro, todos teníamos algo de malestar por la altitud y fuera nevaba con fuerza, lo cual aplanaba aun más nuestro ánimo. Además el lodge no era especialmente cómodo y hacía bastante frio. Creo que fue la peor tarde en el Himalaya. Pero daba igual, una fuerte ilusión crecía dentro de mí. Mañana, si nada lo impedía, tendría frente a frente al gigante del Himalaya, al Everest en todo su esplendor, y desde su mejor mirador, Kalapatthar. Aquello que tantas veces había visto en una pantalla o en un libro lo tendría al alcance de mi mano. Sería un sueño hecho realidad. 


Atardecer en Pangboche.


martes, 9 de julio de 2013

Nepal I, Demasiado 7-9 de Abril



          Echo la vista atrás y todo parece lejano, pasado, alejado... Pienso en nosotros cuatro arrastrando los pesados petates, en Barajas primero y a lo largo de más de 8000km después, y me parece que fue hace un siglo, que todo empieza a diluirse en las nebulosas del tiempo. Pero quizá es algo que he buscado adrede. Decidí no escribir sobre mi aventura en el Himalaya inmediatamente. Pensé que sería mejor dejar pasar unos meses, que la euforia diera paso a un análisis más sosegado y, posiblemente, cercano a la realidad. Sirvan estas líneas también como presentación de una serie de entradas  que, a lo largo de las próximas semanas, relatarán lo que fueron unos días inolvidables por muchísimas razones; no todas buenas, no todas malas.




Demasiado ruido, demasiado rápido, demasiado calor, demasiado...


            Son las 5:00 de la mañana, de un frío día de abril en Madrid. Este año la primavera parece no querer despuntar. Estoy todavía atiborrado de la comida italiana de hace unas horas. Quizá nuestro miedo a no comer ni mucho ni bien en las próximas semanas nos hizo dar algún bocado de más. Álex no se encuentra en su cama, los nervios le han hecho saltar de ella hace un buen rato. Fuera todo son prisas y estrés. El pequeño salón de la casa de Pablo parece un almacén de material de montaña, desayunos medio empezados o medio terminados, según se mire, gente (y eso que solo somos cuatro) yendo y viniendo, y papeles importantísimos que no se pueden perder, pese a que ahora están tirados por todos sitios.


            Barajas ya está despierto cuando llegamos. Bueno, creo que nunca duerme, y aunque estamos en la T1, un buen número de personas ya deambula con maletas y carritos de lado a lado. Felices, posamos en la foto con dos carros abarrotados de petates y mochilas... ¿de mano?. No sabíamos lo que se nos venía encima:


            -Ustedes no pueden volar vía india sin visados.

            -A ver, espere un segundo, en la embajada nos dijeron que para tránsito   aeroportuario no hacen falta, y nosotros no vamos a salir del aeropuerto.

            -Pero aquí no me figuran billetes de salida de Delhi y sin ellos no pueden volar.

            -Claro que no tenemos billetes, porque los tenemos que imprimir allí, mire la reserva si quiere.

            -Pero con eso no pueden volar, solo es una reserva.

            -Hombre, no me joda, y voy a pagar la reserva para luego quedarme de trabajador ilegal en la India. Usted déjeme subir al avión, y allí ya veré que        hago.

            -No pueden embarcar, les deportarían y a nosotros nos multarían. Así que hagan el favor de quitarse de la fila.

            -¿Y qué coño hacemos ahora, señorita?.

            -Ése no es mi problema, señor. Vayan a la ventanilla y allí les ayudarán.



            3 horas y 1285€ después...



            Las horas en el avión se hacen eternas. Suerte que las aerolíneas árabes no escatiman en comodidades ni servicios. Te atiborran a comida y te idiotizan con los últimos éxitos de Hollywood en pantalla individual. "Dios, cómo será la primera clase", me dice Pablo, mientras brindamos con cava porque por fin estamos volando, hacia Doha en lugar de Delhi, pero volando al fin y al cabo. El aeropuerto de Doha lo definiría como mestizo. Todo en él se mezcla, desde Lamborghinis aparcados en el duty free a nómadas bereberes con sus ropajes tradicionales descansando en el suelo del aeropuerto, con un cayado y las sandalias al lado, como si estuvieran en medio del desierto. Es curioso ver en la misma estantería un Cartier y una manta de pelo de camello, supongo que estas cosas tiene la globalización. 


            Estamos volando hacia Katmandú. Las horas de viaje, casi 20, me pasan factura y estoy profundamente dormido cuando me despierta la azafata, ofreciéndome una especie de burrito de pollo. Me lo como casi a la fuerza, pero después de que uno haya volado tanto con Ryanair estas cosas no se dejan escapar. Medio adormecido todavía, miro en mi pantalla el mapita que te dice cuanto te queda para tu destino, y veo que el tiempo va en aumento según el GPS. ¿Qué demonios pasa?. Pues pasa que nos dirigimos a Calcuta, vaya usted a saber porqué. El viaje todavía nos deparaba una última sorpresa. Pasamos dos horas en el aeropuerto de Calcuta, sin salir del avión, viendo unas bonitas palmeras por la ventanilla. Con todo esto quiero decir que, con tres horas de retraso, por fin aterrizamos en Katmandú. 


            Desde el avión parece una ciudad prieta, amontonada debajo de una densa nube de un color marrón insalubre. Pero cuando consigues salir a sus calles, sorteando antes a los numerosos "porters" que te asaltan a cada paso para intentar llevar o llevarse tu equipaje, te das cuenta que a donde acabas de llegar todo es diferente a un nivel que ni sospechas.


            Estamos dentro de una furgoneta destartalada, sin cinturones y que se bambolea incontroladamente en los socavones que, a cada metro, salpican la calle de arena, por supuesto. No sería tan terrible si alrededor nuestro no hubiera unas cuantas decenas de coches, motos, tractores, bicis, peatones, vacas... El tráfico se escapa de la definición de caótico, es algo sobrenatural; cientos de coches pitando, acelerando y cargados hasta límites insospechados, peatones cruzando con la mano levantada como única protección. Todo esto sin señales, sin semáforos, sin policía e, increíblemente, sin accidentes. 


            La llegada Katmandú es un shock para tus ya agotados sentidos, después de semejante viaje. Todo en esta ciudad es agobiante, olores, colores, ruido, polución, calor,  gente y un largo etc. Pero a la vez esta ciudad te atrapa. Todo es tan diferente, tan alejado de lo que conocemos, que a cada paso miras curioso, como un niño, en todas direcciones, esperando ver con qué te sorprendes ahora. 


            En esta ciudad se produce un rencuentro esperado por todos. Joâo, nuestro más ilustre integrante, que llega unas horas después de nosotros desde Lisboa, nos espera en el hotel. 


            Tenemos día y medio para organizar todo nuestro material, hacer unas últimas compras y dirigirnos a  lo que más deseamos, las montañas, las más altas que veremos nunca, las más altas que existen. Pero antes nos quedan 36 horas para tomarle el pulso a esta ciudad. Empezaremos por el barrio del Tamel, que supuestamente es el barrio turístico y más desarrollado de la ciudad, pese a que es una locura por completo. Pero cuando al día siguiente visitamos otra parte de la ciudad, el Tamel nos parece un oasis occidental en este mar de culturas. Esa tarde paseamos por Katmandú y vemos la que será la primera de muchas estupas y giramos nuestros primeros molinos de oración, temiendo hacerlo en la dirección equivocada. Probamos nuestra habilidad para el regateo y alucinamos con la cantidad de cables que pueden acumularse en un mismo poste de luz. 


            Solo nos queda ya una cosa: prepararnos. Organizando al día siguiente los petates, nos damos cuenta de la cantidad de material que llevamos y que habrá que portear; y de la increíble cantidad de material que puede acumular un ochomilista en su vida, incluso en un húmedo almacén de una ciudad a miles de km de su casa. Joâo es un personaje en todos los sentidos. Es sencillo y cercano, pese a haberlo logrado prácticamente todo en el alpinismo, además de un bromista por naturaleza. Sin duda entre nosotros existe un profundo respeto hacia él. Creo que a todos nos apasiona este viaje, pero hacerlo con él y aprender de alguien así lo hace mucho más atractivo, si cabe. 


         Ahora toca descansar, mentalizarnos. Mañana nos espera un peligroso vuelo hacia las montañas, hacia nuestros sueños.



Estupa en el centro de Katmandu.

Galería de Nepal I, Demasiado